Es una broma que viene de hace muchos, muchos, muchos años, de unos tiempos en los que había una chica gallega en el grupo de amigos, en tiempos de universidad, que nos hablaba de su pueblo, de las vacas y de los vaqueros y las vaqueras. De entonces nos viene a quienes quedamos «supervivientes» de aquel grupo lo de denominar a Galicia el «far west» peninsular. Está lejos. Está en el oeste. Y hay vaqueros. Sobre si hay alguien haciendo el «indio»,… desde que aquella joven gallega dejó Zaragoza por seguir a un alicantino en una aventura toledana que dura, felizmente por las noticias que me llegan, casi treinta años, dejamos de discutirlo…
El caso es que, por motivos de trabajo, tenía que estar el viernes por la mañana en Santiago de Compostela. Y ya de paso me quedé hasta el domingo, visitando también La Coruña.
Os lo cuento en fotos, como tengo por costumbre. Lo de la parte relacionada con el trabajo me lo salto. Por no aburrir.

Santiago es como un parque temático sobre la cosa de las peregrinaciones jacobeas. Con su catedralón en el medio, todo está preparado para el visitante confluya hacia ese entorno. Aunque lo que más me gusta de la catedral sea la pequeña iglesia románica que tiene englobada entre sus muros.

Me sorprendió, no la conocía de anteriores visitas, la barroca grandilocuencia de la iglesia de San Martín Pinario. No es el estilo que más me gusta este barroco brutal.

Más curiosa me pareció iglesia de la Universidad o de la Compañía, convertida en sala de exposiciones, donde había una reflexión sobre el concepto de paisaje cuanto menos curiosa.

Pero lo mejor de Santiago es pasea por las calles del casco histórico, a ser posible como cantaba la canción de tuna: «las calles están desiertas y parece que llovió».

Es en ese entorno en el que el paseante más disfruta, y más apetece sacar la cámara de fotos.

Si no estamos en temporada alta, y son más de las nueve de la noche, puedes disfrutar de los espacios y de la luz tenue que envuelve los monumentos bajo un cielo nublado.

Y aun así encontrarte con otros paseantes y curiosos en cualquier rincón, caminando hablando quedamente de sus cosas.

El sábado decidí acercarme a La Coruña, ciudad que no conocía, y que me recibió con una tenue lluvia, el orballo, que me acompañó por el parque de Santa Margarita.

No estaba yo muy orientado con respecto a esta ciudad, y mis pasos me llevaron hacia la playa de riazor; un magnífica playa, aunque rodeada de un entorno urbano relativamente anodino.

Las nubes se abrieron y el calabobos dejó paso a algún tímido rayo de sol que me acompañó a la Torre de Hércules.

Reconozco que la visita a la Torre de Hércules fue muy interesante y muy instructiva; y el entorno natural muy agradable. Un sitio estupendo para pasear, aunque parece apartado y lejos de casi todo.

A partir de ese momento gocé la compañía de unos viejos amigos que también estaban en la ciudad por trabajo. Juntos paseamos hacia el puerto y el meollo de la ciudad. Una repentina lluvia, más intensa que la que me recibió a la llegada a la ciudad, nos hizo refugiarnos en el fuerte de San Antón, que también me gustó. Es además museo arqueológico. Y por ser sábado, gratis. Si no, hubiera dado igual, porque la entrada era muy barata.

Tras comer un caldo, muy rico, y unas raciones de pulpo y queso con membrillo, también estupendas, dimos un paseo por la ciudad vieja. Tiene una serie de iglesias románicas con un aspecto estupendo. Pero todas cerradas o con unos horarios de apertura absurdos. Una frustración.

La lluvia volvió a arreciar por la tarde y, tras echar un vistazo a las marinas deportivas del puerto y a las típicas fachadas acristaladas que dan al mismo, nos refugiamos a tomar algo, hasta la hora de ir a coger el tren de vuelta a Santiago, donde tenía el hotel.

A primera hora de la mañana del domingo, vuelta al tren para el largo viaje a través de la meseta norte peninsular. Galicia sigue siendo para mí una asignatura pendiente. Pero por diversos motivos, nunca encuentro el momento apropiado para dedicarle más tiempo.