Ayer fue el último día del viaje. Por la mañana me despedí en la estación de Berna de mis compañeros de andanzas. Mientras ellos cogían un Cisalpino con destino al otro lado de los Alpes, yo pillaba un tren hacía Friburgo. Una mona ciudad situada a media hora de Berna, y donde para variar, se habla mayoritariamente francés. Mucho más cómodo para mí, la verdad, el hablar a la gente en su idioma natal, y no depender los dos de un tercer idioma, aunque sea uno tan extendido como el del imperio, el inglés. La ciudad vieja, situada en un recodo del río Sarine, es realmente bonita y muy agradable para pasear.
Tras pasar la mañana en Friburgo, cogí un tren hacia Neuchâtel, también perteneciente a la Suiza francófona. También una ciudad muy mona, situada junto a un gran lago, aunque el paseo por su orilla me tocó bajo un nublado y un vientecillo fresco. Pero previamente había paseado por su bonito y colorido casco antiguo, y había subido al conjunto formado por el castillo, actualmente sede del gobierno cantonal, y una colegiata aneja.
Hacia las cinco de la tarde cogí un tren de vuelta a Berna, había que hacer alguna compra de última hora, y si el tiempo no lo impedía dar una última vuelta por Berna, por algunos de los lugares que en la primera visita nos pillaron con lluvia y que ahora podían estar soleado.
Y ya, a las nueve de la noche, tren de vuelta. Pero eso ya es otra historia… y será contada en otra ocasión.