Tranquilamente, he cogido el metro en dirección a Bourse, para visitar una exposición sobre fotografía americana de los años setenta que está muy bien hasta el punto que me he comprado el catálogo de la misma.
Después un paseo amplio, desde la Rue de Richelieu hasta el Sena, pasando por delante de la Comedie Française y el Museo del Louvre.
Una vez en el Sena, lo de costumbre; los bouquinistes, los jardines del Pont Neuf, muchos turistas, unos chinos haciéndose las fotografías de boda y, cómo no, Notre Dame. Lo mejor del caso es que progresivamente se ha ido aclarando el cielo y al final hemos tenido un sol radiante.
Después de comer, me he dirigido hacia Montparnasse con su horrible mole de torre dominándolo todo. Después de visitar una galería de arte donde tenían en exposición algunas obras de Erwin Blumenfeld, de quien os hable hace unas semanas. Y tras esto, la Fundación Henri Cartier-Bresson, con una exposición de Walker Evans y el maestro Henri mano a mano retratando los Estados Unidos de América. Estupenda; impresionante. También te da la oportunidad de admirar una de las estupendas Leicas del maestro, instrumentos con los que conseguían las mejores imágenes. Suponiendo que yo tuviera algún tipo de creencia religiosa, sería lo más parecido a estar en el lugar más sagrado que se me ocurriese.
Tras esta experiencia mística me he dirigido hacia los Champs-Elysées para terminar algunas últimas compras. Pasando eso sí de nuevo por el ínclito Arco de l’Etoile y admirando al caer la tarde la iluminación navideña de la famosa avenida parisina.
Mañana abandonaré París. Es lo que tiene lo bueno. Que se acaba. Me quedará un largo, pero no desagradable, viaje en tren. Tendré cosas que hacer. Y alguna foto que tomar. Ya os contaré.