Esta semana estoy de vacaciones. Me quedaba algo después del verano, y había que irse cogiendo poco a poco. Aunque planes, tampoco es que hubiera muchos. Así que, con la excusa de que hacía 11 años que no visitaba Lisboa, una de mis ciudades favoritas, y dado que encontré un vuelo realmente barato desde Madrid, me he escapado unos días a orillas del Tajo. No gran cosa. Pero por airearme un poco.
He llegado a Lisboa a primera hora de la tarde, y como esta estaba soleada y agradable, he decidido darme una vuelta por Belem. Que con la brisa que sube por el estuario del Tajo, se está muy bien. Por supuesto, eso implica una visita a los Jerónimos, un monasterio muy mono. Muy manuelino, quiero decir.
Después sí que ha venido el paseo por la orilla del estuario, visitando los típicos monumentos del lugar. Uno dedicado a los descubridores, un poco pastiche y ostentoso. Pero también esa cucada que es la Torre de Belem, a modo de barquito varado, controlando la entrada al puerto de Lisboa. Y sus barquitos, y sus pescadores, y su todo.

Una mala información en la guía, y he llegado tarde para poder visitar la Torre de Belem; menos mal que ya lo había hecho alguna otra vez
Emprendiendo poco a poco la vuelta, he paseado por el barrio de Belem. Desde luego, no han faltado los horribles trenes de cercanías que pasan constántemente en dirección a Estoril y Cascais. Pero afortunadamente, también se podía disfrutar de las coloridas casas al sol de la tardecer, o de la silueta del puente del «nomeacuerdoquefecha», que domina todo el estuario, para bien o para mal.
De vuelta en el centro de Lisboa, me ha dado tiempo a hacer algunas fotografías nocturnas de los bonitos y diminutos tranvías que recorren las colinas lisboetas. O de presenciar después de cenar el ambiente del Chiado, ahora más animado con su boca de metro que parece que sube desde el centro de la Tierra. Y luego a dormir. Que yo todavía llevo la hora española.