Cuando llego a Estocolmo procedente de Uppsala lo primero que hago son algunas cuestiones prácticas. Por ejemplo, obtener la tarjeta de embarque en la terminal del Arlanda Express para no tener que madrugar tanto al día siguiente, que debo coger el avión de regreso a España. El check-in ya lo había hecho por el móvil. Me corresponde el asiento 7C. Pasillo. Modernos.
Luego, observo que hay un nublado considerable en la capital sueca. Parece que he acertado yéndome hacia el norte. Que hacia el archipiélago el día hubiera estado más feo. Así que pienso que estoy cansado. Que pese a todo al día siguiente hay que madrugar. Que quizá merezca la pena irse pronto a descansar. Pero no obstante, hay que buscar algún sitio donde cenar algo y esas cosas.
Empiezo a caminar. Las nubes se abren un poco. Empiezan a pasar cosas. Globos aerostáticos que surcan el cielo bajo las nubes. Rayos de sol que se cuelan entre ellas. Saco la cámara. Aunque sea la pequeña. Empiezo a tomar fotos. De repente, ahí está. La famosa golden hour, la hora dorada, por la que tanto suspiran los aficionados a la fotografía. Esos últimos momentos en que unos rayos de sol muy tangenciales y muy cálidos iluminan el mundo antes de que llegue la noche. Hay que aprovechar. A la hora dorada sigue la hora azul. Cuando el sol se ha puesto pero la luz crepuscular todavía tinta de azul el mundo que todavía no se entrega a las sombras. Buena despedida de la capital sueca.

Sobre el fondo de Katarinahisset (ascensor de Katarina) estos dos marineros parecen encantados de haberse conocido.

Un aeroplano está a punto de esconderse entre las encendidas nubes que cubren el cielo de Estocolmo.

Pocos vehículos circulan cuando llega el anochecer; algún ciclista pasa a gran velocidad en dirección a Gamla Stan.