Uno de los libros que más me han impresionado a lo largo de mi vida es el que reúne las Crónicas marcianas del estadounidense Ray Bradbury. Es curioso, a pesar del acuerdo unánime en considerarlo un libro de ciencia ficción, la realidad es que yo nunca lo he leído como tal, especialmente la segunda vez que lo hice. Con un tono profundamente poético y melancólico, el hecho de que el escenario de estas historias que se comenzaron a escribir en 1948 se sitúen en un hipotético planeta Marte en torno al cambio de milenio no impide que siempre las haya visto con una profunda reflexión a temas profundamente humanos, con la guerra como eje central. A rebufo de la catástrofe humana que supuso la Segunda Guerra Mundial y con la reciente amenaza que el descubrimiento y uso de la energía atómica como arma de destrucción masiva, se plantea un futuro apocalíptico para la humanidad, con Marte como salvavidas de la especie. Una especie, la humana, que si algún momento viaja a las estrellas, esperemos que no arrastre todas sus miserias como lo hace ficticiamente a este Marte alternativo y poético en el que nos emplaza Bradbury.

El paisaje y especialmente los nombres de los accidentes geográficos tiene un valor simbólico importante en este relato.
Recientemente, la pequeña editorial aragonesa Tropo Editores (la página web funciona de pena) ha retomado para uno de sus volúmenes un relato corto que no pertenece a las Crónicas marcianas. Pero que podría pertenecer, porque nos movemos en un escenario similar al de la recopilación ordenada de relatos en el planeta rojo. Huyendo de una Tierra a punto de entrar en una conflagración mundial de carácter devastador, algunos colonos apuntan sus cohetes a Marte para iniciar una nueva vida. Un Marte con restos de una antigua civilización que acoge a unos colonos en los que percibimos el aroma de los pioneros de lejano oeste norteamericano. Pero el Marte de Bradbury tiene un carácter especial, casi mágico. Y los montes, valles, ríos, tienen sus propios nombres y no los que los colonos les atribuyen. Aunque ellos no lo saben todavía.
Cuando conocí la cronología de publicación de las Crónicas marcianas siempre me sorprendió cómo Bradbury se adelantó a su sociedad. La psicosis atómica se dio en la posguerra, durante la guerra fría, pero fue posterior. Es algo más propio de los años 50 y que afectó mucho a la literatura de anticipación y al cómic de los años sesenta e incluso de los setenta. Pero aquí estamos hablando de relatos de los años 40, cuando la guerra fría ya había comenzado, pero el único país que disponía la bomba atómica eran los Estados Unidos. El primer ensayo con éxito soviético de una bomba de estas característica es coincidente con la publicación original de este relato, agosto de 1949. Y la visualización de la guerra nuclear como un evento apocalíptico vino más tarde. De forma difusa se presenta en forma de inquietante e invisible radiación en algunos relatos, como la novela On the Beach (1957) de Nevil Shute. Que daría lugar al filme del mismo título de Stanley Kramer, titulado en España como La hora final (1959). Pero conceptos como el de invierno nuclear y las catástrofes climáticas consecuentes a una guerra nuclear masiva no aparecieron hasta los años 80 del siglo XX.

El Moncayo, sus hayedos, sus robledales, sus pinares, sus cortados,… anda que si algún aragonés con el sentimiento de pertenencia que hay del monte a pesar de que es en su mitad castellano iba a permitir que vinieran de fuera a ponerle otro nombre.
De todas formas, de lo que va el relato es de otras cosas, aunque el desastre apocalíptico este presente de fondo. El relato nos habla del desarraigo, de la pérdida de identidad, de la repetición de los errores, de la soberbia del ser humano al considerarse dueño del paisaje, de las montañas, de los valles,…
El libro, de gran formato a pesar de que el relato es corto y se lee enseguida, es un libro ilustrado. Y las ilustraciones de Óscar Sanmartín Vargas, de gran calidad, incluyendo un mapa desplegable que no tiene mayor trascendencia para el seguimiento de la historia, pero que aporta simbolismo a la misma, contribuyen a sostener visualmente el tono poético y melancólico, con unos tonos ocres otoñales, al del relato de Bradbury.
Absolutamente imprescindible para quienes gusten de Bradbury y de la buena literatura de ciencia ficción y de fantasía, creo que también puede gustar a lectores en general siempre que busquen relatos escritos con sensibilidad y que juegan con las metáforas de forma magistral. Yo estoy encantado vamos.
La traducción del relato al castellano es de Miguel Marqués.

En cualquier caso… leed el libro. O al menos el relato. Que merece la pena.