Ya hablé hace unos días de cómo se vuelcan las instituciones, el Ayuntamiento en especial, en las zonas verdes de la ciudad en vísperas de elecciones. También en estos días hemos comprobado como «inauguran» otras, como la ampliación del parque Pignatelli, un lugar que me ha acompañado toda la vida, pero especialmente mi infancia, por ser lugar de juegos y correrías durante mis años niños y preadolescentes. De momento lo que han «inaugurado» o abierto al público es una gran extensión de cemento y tierra marrón, con algunas estacas que llaman árboles, que denominan zona verde aunque el verde sea un color que brilla por su ausencia. Pero las fotografías que comento en Revisando las filtraciones de luz de la cámara – Olympus mju-II con Ilford HP5 Plus me han hecho pensar en cómo el Parque Grande de Zaragoza sí que es heraldo habitual de los cambios estacionales en la ciudad.
En aquellos días, todavía invernales, las ramas de los árboles se encontraban desnudas de hojas. Ni siquiera se apreciaban los brotes de las que habían de salir. En los parterres brotaban las primeras flores, incipientes narcisos que se apreciarán mejor en un futuro rollo de película en color, que ya está revelado, pero no comentado. Era día agradable de aspecto, soleado, pero desapacible en la realidad, por un viento fresco, con fuertes rachas conforme avanzó la mañana.
Ahora, a principios de abril, cinco semanas después, no mucho más, la primavera ha entrado de forma manifiesta. Incluso si en estos días ha regresado el viendo fresco, a ratos desapacible, como el de esta mañana. Pero mis fotografías más recientes del Parque Grande, fotografías digitales con cámara modificada a espectro completo, extendido en el ultravioleta próximo o el infrarrojo cercano, muestran ya que la vida se ha recuperado. Hojas incipientes en los árboles, que se ven blancas en el espectro del infrarrojo, las «sakura», flores de cerezo kanzan ornamental se muestran ya en su esplendor, y los tulipanes reinas donde los narcisos ya se han marchitado.
El Parque Grande de Zaragoza es uno de los espacios más agradables de la ciudad. Que podría ser mejor, con un poquito de dinero del que se gastan muchas veces en tonterías. Del que podemos, o podríamos, estar orgullosos. y disfrutarlo. A ver si es verdad. Incluso si el cierzo no nos lo pone fácil.
Otras fotos de aquel rollo de película en blanco y negro… en otros espacios verdes de la ciudad.
Si quiero hacer todo lo que pretendo a lo largo de la mañana, tengo que ser breve. En fin. Hace un tiempo que no visitaba despacio los artículos de BlindMagazine. Esta semana he encontrado varios artículos interesantes. Y la fotografía en color, en sus primeros tiempos, tiene mucho que decir. Durante unas décadas se consideró que la fotografía seria, artística o documental, era en blanco y negro. Que el color era para aficionados o para revistas «bonitas»,… de mujeres. Pero yo creo que no sólo está al mismo nivel, sino que es más complejo y meritorio. Y es que hay que añadir a la creación fotográfica una dimensión más.
Elliot Erwitt es conocido sobretodo por su fotografía en blanco y negro, llena de humor y humanidad. Pero en este artículo nos descubre que también usó el color, y con ventaja. Y con Marylin Monroe incluida. Un genio, este fotógrafo.
También en Blind Magazine, nos hablan de la gran capacidad de Pete Turner, fotógrafo estadounidense tremendamente vistoso, para usar el color. Colores potentes, saturados, a veces pictóricos. Otro fotógrafo que hay que conocer si queremos entender mejor la fotografía en color.
Raul Ariano es un fotógrafo italiano en China que sigo desde hace un tiempo en Instagram. Me gustan mucho sus retratos llenos de humanidad. Y me gusta mucho su serie de retratos a distancia, en video llamadas durante los dos meses de confinamiento en Shangái por la covid-19 hace aproximadamente un año.
Me apresto a ponerme al día en temas que aparecen en este Cuaderno de ruta. En los días de Semana Santa faltaré unos cuantos, en los que pasaré en este blog al modo sólo fotos. Y seguro que sumo algún tema del que hablar en los próximos tres días. Y por lo tanto me dispongo a comentar una tercera película esta semana, esta vez vista en salas. Fue un poco casualidad que fuéramos a ver esta película francesa, aunque fue propuesta por Camboya para los Oscar en lengua no inglesa. Su director es Davy Chou, francés hijo de refugiados camboyanos en Francia, huyendo del sangriento régimen de los jemeres rojos. Y las críticas que leímos antes de ver la película eran normalistas. Positivas, pero sin entusiasmos. Lo que sucedió es que la versión original se proyectaba en salas de cine a una hora muy propicia para acercarnos a verla. Así de tonta nuestra motivación. Y esta sucesión de eventos fue un hecho realmente realmente afortunado.
La película se basa en las vivencias de una amiga del director, nacida en Corea del Sur, adoptada por una pareja francesa, o belga, o suiza,… no estoy seguro, con quien en 2011 estuvieron buscando a los padres biológicos de la moza. Y fue una experiencia que les marcó. Así crea una ficción sobre Freddie (Park Ji-min), una joven de 24 o 25 años que cuando se aprestaba a volar a Japón para un par de semanas de vacaciones como mochilera, se encontró con un tifón que canceló vuelos, y la compañía aérea se propuso cambiar el destino por Seúl. El caso es que Freddie fue una bebé adoptada por un matrimonio francés en Corea del Sur. Nunca ha vuelto al país. No se ha interesado por él. No conoce el idioma. Y no se ha interesado por sus orígenes. Pero con la recepcionista del albergue juvenil (Guka Han) donde se hospeda y otros conocimientos que traba en la capital coreana, le entra el gusanillo de conocer a sus padres biológicos. Y hay… cambia su vida, en un recorrido por la misma que dura ocho años en tres actos en Corea y un pequeño epílogo en Rumania.
Sinceramente, no estaba yo con ganas de ver nada sobre el tema de los niños adoptados en procesos internacionales de adopción. Son película que tienden o al excesivo buenrollismo o al melodrama. Y la última que vi sobre el tema, una película canadiense que se salía de la norma en parte, no dejaba de ser un melodrama, me dejó tan buen sabor de boca, que no me apetecía estropearlo. Pero he aquí que de repente descubrimos que Freddie… es un poco… bastante borde. Al mismo tiempo que encantadora; hay momentos que te la comerías. Y en otros que te horroriza con sus decisiones vitales o profesionales. Con una monumental interpretación de una actriz no profesional, ya que su dedicación profesional es artista audiovisual e ilustradora, por lo que entiendo. Es coreana de nacimiento y está afincada en Francia, pero no es una niña adoptada. Pero quizá ahí están las bondades de la película. La vida es un barullo. La vida de Freddie es un barullo, gordo, desde el momento en que aterriza por primera vez en Seúl. Un lugar que, más adelante en la película, confiesa que es tóxico para ella. Y luego ese alternar entre el drama y tonos de comedia amarga, especialmente cuando aparecen el padre (Oh Kwang-rok) y la tía (Kim Sun-young) biológicos de Freddie. Sus momentos, entre el histrionismo del alcohólico padre y las macarrónicas traducciones al ingles de la tía… son antológicos. Los intérpretes franceses, independientemente de su origen étnico, en la película son aficionados. Los intérpretes coreanos son profesionales. A él lo he visto previamente en películas del país asiático. Ella me resulta ya muy familiar de las series coreanas de Netflix. Esta actriz, casi siempre como secundaria, es omnipresente.
Y hablando de la traducción… es uno de los letimotivs de la película. Las traducciones nunca son precisas. Marcan las diferencias culturales, las diferentes mentalidades de unos y otros, y quienes se ven obligados a traducir, nunca lo hacen literalmente. Existe un miedo constante a ofender… y las observaciones y opiniones francas y directas de Freddie son de cuidado en ocasiones, por lo que quienes traducen cambian el sentido de la expresión original, en ocasiones de forma cómica, en ocasiones generando malos entendidos dramáticos.
Una película sobre la búsqueda de la identidad, que entendemos que dura toda la vida, encarnada en la camaleónica Freddie. Pero también una profunda reflexión sobre los choques culturales, sobre cómo conformar el respeto internacional e intercultural. Es el choque de una mujer joven francesa liberal y liberada, abierta al mundo aunque encerrada en sí misma, femenina pero feminista, que cuando comienza la película da por hechos unos valores como absolutos, con las gentes y la cultura del país donde nació, conservador, patriarcal. Entre una sociedad, la francesa, que, con muchas dificultades, se conforma en torno a la diversidad y la multiculturalidad, con nacionales de múltiples orígenes étnicos, y otra, la coreana, fuertemente condicionada por el ius sanguinis, por el cual se has nacido de sangre coreana eres coreano, y si no no, aunque lleves toda la vida en el país. Una película a la que llegamos un poco por casualidad, que nos gustó cuando la vimos, pero que ha crecido en nuestra mente e imaginación en los días posteriores. Muy recomendable. Muy muy recomendable.