Fue la primera vez que fui a esquiar a Andorra, a la estación de Pas de la Casa-Grau Roig. No recuerdo que año fue. En algún momento entre 1993 y 1995 probablemente, pero no puedo decir exactamente cuando. Junto con unos amigos, nos habíamos inscrito en un club de esquí, de cuyo nombre no me quiero acordar. Era bastante cutre. Pero organizaba fines de semana de esquí que nos interesaban, con la cuota de la asociación te incluía la de la federación y el seguro de accidentes, y te proporcionaban bonos de esquí más baratos. El caso es que en aquel viaje, íbamos en el autobús, con una moza que hacía de guía, y al pasar por la carretera camino de la estación de esquí, frente a la basílica santuario de Nuestra Señora de Meritxell, la chica soltó una frase que nos generó abundantes risas durante muchos años; «Aquí, a mi derecha, el santuario de Meritxell, un monumento con mucha monumentalidad«. Tal cual.

Cuando vas por el mundo, no faltan, en casi ningún país, los monumentos con mucha monumentalidad. Edificios, esculturas, estructuras diversas, de gran tamaño, pretenciosos, que pretenden demostrar algo… generalmente impulsado por sentimientos religiosos, nacionalistas/localistas, u oficialistas de regímenes que, incluso si son democráticos, tienen su ramalazo menos democrático. La ideología oficial, la historia oficial, el modo oficial de ser o pertenecer a un país… este tipo de conceptos que a mí se me atragantan y me producen acidez de estómago.
Por ejemplo, la pretenciosa basílica de estilo brutalista (o quizá futurista, una corriente artística tan querida por los fascismos) que se construyó albergar las tumbas y para honrar a los combatientes fascistas que mandó el régimen de Mussolini a la Guerra Civil Española, con la habitual connivencia entre la Iglesia Católica y los regímenes totalitarios fascistas. Bien es cierto que con la caída del fascismo en Italia, el régimen republicano que vino tras la guerra mundial forzó a que también recibieran sepultura los combatientes italianos del bando republicano.
Y qué decir de la colosal escultura de Alfonso I de Aragón, llamado El Batallador, que derribó la taifa de Zaragoza en medio del fanatismo religioso y guerra santa (o cruzada, como se llama en el cristianismo), dejando a continuación con su muerte un caos político que casi arruinó todo lo que había conseguido, fuere bueno o malo, por dicho fanatismo religioso y nula capacidad de gobierno y saber quehacer político. Y ahí esta, pétreo… con el espadón de dar mandobles y destripar y decapitar infieles, mirando a… bueno… con la mirada perdida en vete tú a saber que horizonte. Y estos son sólo dos ejemplos de los monumentos con mucha monumentalidad a los que nos hemos acostumbrado, pero sobre cuyo real significado debiéramos reflexionar con más frecuencia.
Las dos fotos proceden del rollo que comento en La mejor hora para la Adox Color Mission… o cualquier otra película – Leica M6 y Zeiss Planar 50 mm f2 ZM, donde hay otras fotos con objetos y paisajes urbanos con más plácido significado.

