Creo que hace 20 años que no veía una ceremonia de inauguración de unos juegos olímpicos. Es decir, desde los del «año triunfal», aquel 1992 que colocó teóricamente a España en la primera división de los países del mundo. Lo cual, viendo la que nos está cayendo, sólo me deja un comentario que hacer… Sic transit gloria mundi.
Pero ayer me pilló en casa. Por la tarde tuve muchas cosas que hacer, amenazaba tormentas, estaba un poquito cansado, así que nada. A ver el espectáculo. Me costó decidirme sobre el canal en el que lo iba a ver. Entre TVE1, donde había una comentarista competente pero una triste emisión con resoluciones del siglo pasado, o Eurosport con unos comentaristas tradicionalmente incompetentes pero con imágenes de calidad. Opté por lo segundo. Me arrepentí. Pero es que uno siempre se arrepiente en estas cuestiones, elija lo que elija. Parece que la televisión estatal emite en alta definición, pero como no suelo tirar de este tipo de televisiones, no tenía clara donde encontrar esta emisión en mi aparato. Mecachis…

Jóvenes ciclistas dispuesto a tirar colina abajo en Primrose Hill. Todas las fotografías de la entrada, tomadas en Londres.
Pero vayamos a lo que fue la ceremonia. Que ahora está tan de moda que diseñen y dirijan directores de cine. En este caso el británico, claro, Danny Boyle. Un tipo que hizo una película que me gustó hace 16 años, y que luego hasta que no se dedicó a explorar las miserias de los niños indios, pasó para mí totalmente desapercibido. En lo que llevo leído en esta mañana, he leído pareceres para todos los gustos. Desde los que la valoran como más auténtica e interesante que otras más espectaculares, hasta los que abominan de la pobreza conceptual de la misma. Yo me encuentro en la incómoda posición de estar entre ambas posturas. En un mundo que cada vez se polariza más en cualquier tema, estar en medio te garantiza que no vas a tener amigos.

Ejemplares de la fauna británica vestidas con «estilo Isabel II», en Portobello Road.
Veamos. Mentiría si dijese que no me pareció entretenido y a ratos divertido. Por lo menos hasta que empezó ese latazo que es el desfile de las delegaciones participantes. Eterno pasar de gente más o menos joven y fornida que parece que no han salido nunca del pueblo por las cosas que hacen, o las caras que ponen cuando salen al estadio. Esta fase sólo se ve animada cuando sale algún país donde la alegría y la imaginación han predominado a la hora de vestir a los participantes. No hablo de los de siempre,… los de las Bermudas con bermudas, los de las islas del Pacífico con faldas, o algún país africano en taparrabos discreto. No. Me refiero a los novedosos. Ayer en concreto, uno podía alucinar con el imposible atuendo de la delegación checa, a quienes debieron informar de que en Inglaterra llueve mucho, y salieron con unas chillonas katiuskas a juego con unos paraguas que llevaban en la mano, y los leggins que asomaban por debajo de las faldas blancas de las chicas, que no pegaban ni con cola, pero imposible no divertirse con el conjunto y la actitud. En el extremo opuesto, los italianos salieron muy elegantes, con trajes de diseñadores de postín, pero más sosos que un plato de habas, o el colmo del despropósito, los usamericanos, desfilando con boinas militares. Está muy claro cual es el concepto que maneja al otro lado del océano el vigía de Occidente y garante de «la democracia» sobre la mejor forma de conducir las relaciones internacionales. Pero bueno. La realización se entretuvo más «cazando» chicas musulmanas embutidas en los trapos que sus imanes, ayatolás y mulás les obligan a llevar. De los setenteros, y por lo tanto tirando a horribles, detalles dorados de la indumentaria de la delegación británica… pues tiene que ver con lo que comentaré a continuación.

Una soleada tarde en Regent’s Park.
Y es que el grueso del espectáculo de ayer, la parte creativa, fue un ejercicio de monumental nostalgia hacia las glorias pasadas de los británicos, con escasas o nulas referencias a lo que el futuro debería ser. Los temas estaban tan absolutamente anclados en el pasado que, dado que la economía y la sociedad británica andan más bien poco boyantes aunque sólo se hable de la crisis de los países del sur de Europa, si yo fuese súbdito de su graciosa majestad, me hubiera ido a la cama absolutamente deprimido y dispuesto a suicidarme. Por supuesto, cuando uno se enorgullece del pasado en exceso es que suele desconocer cómo fue su historia con precisión. La visión idílica de la campiña británica, un mito que enreda la belleza del paisaje inglés con las condiciones en las que realmente vivían los campesinos arrendatarios de los señores. Alabar a las sufragistas como heroínas, cuando la mayor parte de los ciudadanos y ciudadanas de su época las ridiculizaban. Recordar solemnemente a los caídos en la primera guerra mundial, cuando los soldados caían batidos como carne picada en ofensivas sin utilidad alguna por la incompetencia de los generales británicos. Homenajear al National Health Service, cuando la tendencia actual es el desmontaje de los elementos que configuran el estado de bienestar social tal y como lo conocemos.

Sensual «chica cocacola» en Picadilly Circus.
Un aspecto en el que la nostalgia se combinó con mi tristeza más absoluta fue la banda sonora de la noche. Compuesta por éxitos de la música pop británica, en realidad nos dio un muestrario de lo más popular a nivel básico y no de las auténticas glorias de una tradición musical mucho más rica que todo eso. Como he leído por ahí, es como si se hubiesen limitado a reproducir la lista de reproducción del mp3 de alguna adolescente del extrarradio londinense que ronde ya los cincuenta años. Sobre el final de fiesta basado en el gerontopop-rock de Paul McCartney (MBE), prefiero no decir gran cosa…

Esperando al ferrocarril ligero de los Docklands para desplazarme a Canary Wharf.
Pero hubo cosas divertidas. Me pareció estupendo que para luchar contra las huestes de Voldemort enviasen a un ejército de marypoppins, que a los repelentes adolescentes de las historias de magos que ya conocemos. Pero indudablemente, los momentos más gloriosos nos los proporcionó su graciosa majestad. El paripé montado con el actual jamesbond, según el cual, presuntamente llegó al estadio en helicóptero y paracaídas tuvo lo suyo de surrealista. La cara de inexpresivo cartón que mostró las escasas veces que el realizador se atrevió a enfocarla… bueno. Pero la ocurrencia del mencionado realizador de mostrar la actitud de la reina cuando sus súbditos salieron a desfilar, resultando en que fue el momento que la soberana consideró más oportuno para limpiarse la roña de las uñas, con una indiferencia de tamaño piramidal hacia los saludos y los vítores de los entusiastas atletas británicos… eso hizo que el tragarse la ceremonia inaugural que duró casi cuatro horas mereciese la pena. Danny Boyle ha resultado un excelente director de comedia, y a su director de reparto habría que darle un óscar.
Bueno, hay más, pero ya me he extendido demasiado. Ver un espectáculo de estos una vez cada 20 años no hace daño. Creo. Y da para hablar un rato en alguna tertulia intrascendente de las terrazas de verano.

Turistas esperando el cambio de la guardia a caballo, con St. James`s Park de fondo.